miércoles, 5 de agosto de 2015

Una Lactancia Cuesta Arriba

Cuando empecé mi formación como consejera de lactancia, una de las premisas que más se recalcaban tanto por parte de OMS y Unicef era: “los primeros 6 meses el bebé sólo se debe alimentar de lactancia materna y luego, idealmente continuar como complemento hasta los dos años”. Eso estaba grabado en mi chip interno, y para mí no existía otra opción ya que (y aquí viene la segunda premisa) “no hay mujer que no produzca leche, ya que ésta se produce por el estimulo de la succión y más succión del bebé”. Eso era lo que incansablemente yo le transmitía a mis pacientes con problemas de lactancia, y con un manejo integral siempre lograba que sacaran adelante su lactancia. Hasta que me tocó vivirlo a mi, y aquí comienza mi historia.

Mi embarazo no fue para nada lo que yo esperaba, por el contrario, fue muy complejo y agotador, con una Hiperemesis Gravídica de por medio, lo cual me hacía vomitar hasta agotar todas mis fuerzas. Este estado me duró casi hasta las 30 semanas, lo cual provocó en mi una gran baja de peso y al mismo tiempo perjudicando el crecimiento de mi bebé. Estaba cercana a la semana 38 de mi embarazo, cuando repentinamente rompí las membranas en la madrugada de un día martes. Dí aviso a mi Ginecólogo y a mi Matrona y la indicación fue que nos fuéramos lo más pronto posible a la clínica. Yo sólo botaba el líquido amniótico pero no sentía ningún dolor por contracciones. Al llegar, me internaron de inmediato, con reposo absoluto en cama hasta que llegara mi Ginecólogo. Cuando llegó y evaluó mi registro fetal, confirmó mis sospechas de que algo no marchaba bien: estaban bajando los latidos cardíacos del bebé porque probablemente traía su cordón umbilical enredado al cuello, y si continuaba así me tendrían que someter a una cesárea de urgencia. Entré en pánico. Siempre he sido partidaria del parto vaginal por sus múltiples beneficios y le tenía terror a la cesárea, entre otras cosas, por su influencia en perjudicar la lactancia. Me encomendé a Dios y le rogué que permitiera que mi parto fuera vaginal. Pasé en total 9 horas en trabajo de parto y cuando me iban a hacer un tacto de control para ver qué tanto había dilatado el cérvix uterino y... ¡Sorpresa! Ya estaba en dilatación completa. Me pasaron inmediatamente a la sala de partos, acompañada en todo momento por mi esposo y mi madre. Empecé a pujar pero me costaba, hasta que en un momento el Ginecólogo menciona la palabra “fórceps” y pujé con todas mis fuerzas dando a luz a mi pequeño hijo. Alcancé a ver su rostro solamente y lo sacaron a reanimación. Todo mi deseo de apego inmediato, piel a piel, se marchaba. 

Por unos momentos perdí el conocimiento, perdí la noción del tiempo y cuando desperté me encontraba en la sala de recuperación. Lo primero que hice fue preguntar por mi bebé. La Matrona me dice que está bien pero le están haciendo algunos exámenes. Sólo pienso en que quiero tenerlo entre mis brazos. Cuando finalmente me lo traen, me embarga la emoción. Estamos por primera vez juntos y a solas. Era un ser tan pequeñito y frágil, durmiendo profundamente. Instintivamente lo primero que hago es intentar ponérmelo al pecho, pero él no succionaba y a mi no me salía calostro. La Matrona me tranquiliza, me dice que es normal que las primeras horas el bebé esté mas somnoliento y que sólo es cosa de esperar la bajada del calostro. Bajada que llegó en mínima cuantía en esas primeras 48 horas que estuvimos internados. Al momento del alta, el Ginecólogo me la da sin problemas, pero el Neonatólogo al examinar al bebé me informa que lo nota con un tinte amarillo, por lo que es necesario descartar una ictericia previo al alta. Se me hace interminable ese par de horas, cuando finalmente llega el resultado: efectivamente sus niveles de bilis estaban elevados por lo que era necesaria una hospitalización para fototerapia. “No es mucho, a lo más serán 48 horas. Lo más probable es que sea por hipoalimentación de leche materna, ya que no tiene ningún otro factor de riesgo, pero además bajó mas del peso esperado que debería haber bajado”, me dice. Ahí viene mi primer sentimiento de culpa. No fui capaz de alimentar a mi bebé y por mi culpa ahora no nos íbamos de alta a casa y él tendría que quedarse internado. “Pero no desespere, la bajada de leche se produce entre el 3º y 5º día, así que continue poniéndolo frecuentemente al pecho”, cosa que también sabía, pero la culpa ya estaba instalada ahí.

Fuimos a casa a buscar más ropa para el bebé, para su hospitalización que obviamente no estaba prevista. Al llegar, estoy cambiándolo de ropa cuando noto que está con la temperatura corporal un poco elevada. Le coloco un termómetro y para mi horror el bebé estaba con fiebre. Partimos nuevamente de vuelta de inmediato. Al llegar, el Pediatra lo interna y nos dice que “puede ser fiebre por sed”, un mecanismo de defensa del propio organismo para avisar que hay una deshidratación, pero que de todos modos se harán exámenes para descartar una infección. El sentimiento de culpa se ahondaba aún más.

La succión del bebé se hacía mucho más débil aún, yo seguía con casi nula bajada de calostro y yo veía venir lo inevitable: habría que darle fórmula. El estrés se apoderó de mi y mi reflejo de eyección desapareció. Es sabido que la adrenalina lo inhibe por una razón muy sabia de la madre naturaleza: cuando las mamíferas están en peligro y deben huir junto a sus crías, la adrenalina hace desaparecer el reflejo eyectolácteo para que no queden rastros de leche materna que el depredador pueda oler y seguir. Y ahí estaba yo, estresada y sin una gota de calostro acompañada de una débil succión de mi bebé que no ayudaba a mejorar la situación. Y al verlo efectivamente deshidratado, con mis ojos llenos de lágrimas tuve que acceder a darle fórmula. En mi mente tenía la convicción que esto sería transitorio, que aún estaba dentro de los días en que vendría la bajada de leche. 

Por norma del Servicio de Pediatría, las madres puérperas no pueden acompañar al bebé en las noches, por una cosa de respetar el estado delicado que implica el puerperio en sí. Con el alma destrozada tuvimos que irnos con mi esposo, dejando solo a nuestro pequeño bebé. Llegar a casa y ver su cuna vacía fue un sentimiento terriblemente desgarrador. Esa noche no dormimos, esperando que amaneciera para estar nuevamente con él.

Al llegar, nuevamente hay malas noticias: los exámenes estaban alterados y el bebé efectivamente estaba cursando una infección, por lo que esas 48 horas de fototerapia que yo tenía estipuladas se desvanecían, ya que debería permanecer más días para tratamiento antibiótico. El único factor de riesgo para que hiciera una infección era la rotura de membranas. Nuevamente recibía otro golpe a mi conciencia. “Todo esto es mi culpa”, me repetía en mi cabeza una y mil veces. Mi esposo y mis padres, acompañando el proceso en todo momento, trataban de consolarme, de quitarme esos pensamientos, pero yo de todos modos pensaba que en el interior todos me responsabilizaban a mi. 

A pesar de todo, al llegar a ver al bebé, lo encuentro de mejor ánimo y mucho más despierto. La enfermera me dice “prácticamente se tragó los biberones de fórmula, lo que el bebé tenía era hambre y sed”. Yo trato de hacer caso omiso y me lo pongo nuevamente al pecho, él empezaba a succionar un poco más fuerte pero yo no sentía la famosa “bajada de leche”. La Enfermera me sugiere ir en busca de un extractor de leche para  estimular más y para intentar dejarle leche para sus tomas nocturnas. Yo sé que el extractor nunca ha sido un marcador fidedigno de la cantidad de leche extraída, pero decido que lo usaré igual. Empiezo con los masajes en las mamas, la estimulación del pezón y logro sacar unas escasas gotas de leche. Pero no son suficientes para poder dejarle a mi bebé. “No se preocupe, si total acá le seguiremos dando fórmula, así que de hambre no se va a morir”, me insistía la Enfermera. Palabras que yo no quería oír, porque yo debía ser capaz de alimentar a mi bebé. 

Yo tenía mi extractor en casa, el que ocupaba para enseñar en mi Clínica de Lactancia, pero que nunca había utilizado en forma personal. Sabía perfectamente las técnica de uso, pero ahora que era yo quien tenía que poner en práctica los conocimientos, lo sentía como un aparato intimidador. Noche tras noche, al llegar a casa mientras el bebé permanecía internado, me “conectaba” sagradamente al extractor, pero lograba sacar unas escasas gotas de leche. En mi interior persistía el sentimiento de culpa y el estrés. Yo lo atribuía a eso y pensaba que cuando llegáramos a casa, toda esta pesadilla acabaría y podría empezar normalmente mi añorada lactancia materna exclusiva a libre demanda. 

Finalmente el tan esperado día del alta llegó. Llegamos a casa y por fin estuvimos a solas con mi bebé. Las emociones (y las hormonas) fluían a gran velocidad. Llegaba el momento de reiniciar la lactancia como yo quería. Pero ahí estaban los ojos de todos sobre nosotros dos: “no se te ocurra dejar de darle fórmula, porque le puede volver a pasar lo mismo”. Y esa frase me llevo nuevamente a la inseguridad y resurgió la culpa inicial. Algo tenían de razón mi familia, y yo obviamente no quería que le pasara de nuevo lo mismo a mi bebé. La vulnerabilidad emocional que provoca el puerperio estaba apoderada de mi junto a esa persistente inseguridad de no ser capaz de producir la leche suficiente para mi hijo. En ese momento no quería ser la “experta en lactancia”. Quería ser una paciente más y que fuera otra persona la que me diera las directrices a seguir. Así fue como empecé solo a “rellenar” con fórmula luego de darle pecho. Seguí incluso los consejos caseros de mi abuelita (tomar malta con leche, el agua de avena, etc), que a pesar de que sabía que no contaban con estudios científicos que los avalaran, el efecto placebo lograba un sentimiento de confianza en mi.

Y llegó el día del primer control, el diagnóstico fue poco esperanzador: el bebé había subido escasamente de peso. Ahí lo que yo creía que eran suposiciones, se hizo tangible: mi familia me responsabilizó a mi, por darle “poco relleno”. Yo sentía que estaba haciendo todo bien, poniendo todos mis conocimientos de lactancia en práctica, pero algo estaba entorpeciendo mi camino. Y ahí vino un nuevo diagnóstico lapidario: yo estaba con mi prolactina por el suelo y realmente estaba con una hipogalactia, raro trastorno que produce baja producción de leche. Me quise morir, eso no me podía estar sucediendo a mi. La pena fue tan grande que tomé una decisión drástica: no sometería a mi bebé a pasar de nuevo por lo mismo, por lo que renunciaba a la lactancia materna. Así de extrema. Y simplemente no me brotó más leche.

Pasó una semana en que sólo le di fórmula a mi bebé, cuando se apoderó de mi un nuevo sentimiento: esta batalla no la perdería y era muy pronto para rendirme. Emprendería la lucha por la lactancia materna y no privaría a mi bebé de sus beneficios, aunque sólo pudiera darle unas gotas de leche. Así fue como decidí iniciar terapia con un medicamento galactogogo y empezar a usar otro de mis instrumentos de trabajo: el llamado Sistema de Nutrición Suplementaria (SNS) de Medela, también conocido como Relactador. Consiste en un recipiente que va colgado al cuello de la madre, en el que se coloca la fórmula láctea y del cual salen dos finas sondas de alimentación que se sujetan al pezón con una cinta adhesiva; al estar junto al pezón, permite que el bebé succione al mismo tiempo la fórmula y estimule al pezón. Es un sistema que entre sus múltiples usos, también sirve para estimular la producción de leche en las madres adoptivas o para alimentar a bebés prematuros o con succión débil. Empecé a usarlo diariamente, en cada toma, hasta que nuevamente empecé a producir leche. Poca pero realmente mía. Para mí, la sensación que entrega el Relactador es fascinante, ya que siento que mi bebé se está alimentando finalmente de mis propias mamas. 

Llegó un nuevo control con el Pediatra y junto a él, vinieron buenas noticias: el bebé había subido mucho más de peso y se encontraba muy saludable. Finalmente estaba en el camino correcto y así hemos continuado hasta el día de hoy: llevamos 3 felices meses de lactancia mixta.

En este punto me quiero detener: antes pensaba y predicaba que un pilar fundamental para construir el apego era la lactancia materna, pero ahora me he dado cuenta que no es así en estricto rigor. Yo le doy la fórmula a mi bebé  a través del Relactador con el mismo amor que si le estuviera dando sólo de mi leche, y el vínculo de apego lo hemos creado igual. Su carita al mirarme cuando se acopla al pecho junto a la sonda es de un amor puro, nos miramos y nos fundimos en ese acto de complicidad. Y así continuaré, dando la lucha por entregarle a mi bebé aunque sean unas gotas de leche materna el mayor tiempo que me sea posible.

Para finalizar, me gustaría decir que ninguna madre se debe sentir “menos madre” por no haber podido amamantar o no haber llevado una lactancia materna exclusiva. Cada gota de leche materna es un valioso regalo, y si es fórmula dada en biberón pero entregada con amor, se construye el lazo de apego de igual modo. Y si tienen el deseo de volver a lactar, también se puede; nadie dice que es fácil pero sólo es cosa de querer.

Esta es mi historia de lactancia.

Con cariño, Doctora Mamá.

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